Si la escultura ha de ocupar un sitio establecido, el artista, al crearla, debe tomar en consideración las condiciones lumínicas del mismo.
En las obras que han cambiado de emplazamiento, reproducir la luz que las envolvía forma una tarea forzosa, que es un desafío para la museografía.
En la escultura la luz es exterior. Pero es preciso indicar que la escultura posee dos luces: la propia, la que el mismo escultor procura al trabajar los planos del volumen, con sus salientes y entrantes, y la del foco luminoso que la alumbra. Podemos, pues, percibir conjuntamente un foco luminoso, el claroscuro de la escultura y las sombras que emiten los volúmenes más allá de la figura.
La luz es un factor de tanta importancia que cualquier cambio de su incidencia altera el concepto formal. Una escultura puede parecer más o menos estática, de mayor o menor resalto, conforme varíe la luz que recibe. Un pliegue no sólo es una forma, sino al mismo tiempo una lógica de luz y sombra. Hay esculturas que dramatizan con las salientes gracias al diálogo o al enfrentamiento de la luz y la sombra. También se pueden establecer delicadas transiciones, que tienen mucho de pictóricas.
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